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Materiales de filosofía. Textos y comentarios

La pregunta por el sentido

La pregunta por el sentido Fragmentos:

“La muerte no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte” Wittgenstein. Tractatus Logico-Philosophicus 6.4311

“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto...

Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas... Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres...

La muerte (o su alusión) hace precisos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es precisamente precario..." Jorge Luis Borges. El inmortal


“El sueño suspende totalmente cada noche la conciencia individual ligada al cuerpo material. Muchas veces ni siquiera se siente el paso del sueño a la muerte, como por ejemplo, cuando un hombre muere helado. Un profundo sueño no se diferencia de la muerte en cuanto a su presente... La muerte es un sueño en el cual la individualidad es olvidada” Arthur Schopenhauer. El mundo como voluntad y representación

“Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros. Porque todo bien y todo mal residen en la sensación, y la muerte es privación del sentir. Por lo tanto, el recto conocimiento de que nada es para nosotros la muerte hace dichosa la condición mortal de nuestra vida; no porque le añada una duración ilimitada, sino porque elimina el ansia de la inmortalidad. Nada temible hay, pues, en el vivir para quien haya comprendido realmente que nada temible hay en el no vivir. De suerte que es ignorante quien dice temer a la muerte, no porque cuando se presente haga sufrir, sino porque hace sufrir su espera. En efecto, aquello que con su presencia no angustia, en vano perturbará mientras se aguarda. Así pues, el más temible de los males, la muerte, nada es para nosotros porque, cuando nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, entonces ya no somos nosotros. En nada afecta, pues, ni a los vivos ni a los muertos, porque para aquéllos no está y éstos ya no son. Pero la mayoría unas veces huye de la muerte como del mayor mal y otras veces la prefiere como descanso de las miserias de la vida. El sabio, por el contrario, ni rehúsa la vida ni teme a la muerte; pues ni el vivir es para él una carga ni considera que es un mal el no vivir” Epicuro. Epístola a Meneceo


"Cuando salgas de viaje para Itaca,
desea que el camino sea largo,
y lleno de aventuras y de conocimientos.
A los Lestrígones y a los Cíclopes,
al irascible Peseidón no temas,
pues nunca encuentros tales tendrás en tu camino,
si tu pensamiento se mantiene alto,
si una exquisita emoción te toca cuerpo y alma.
A los Lestrígones y a los Cíclopes,
al fiero Poseidón no encontrarás,
a no ser que los lleves ya en tu alma,
a no ser que tu alma los ponga en pie ante tí.

Desea que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas estivales
en que -¡ay con qué alegre placer!-
entres en puertos que ves por vez primera.
Detente en los mercados fenicios
para adquirir sus bellas mercancías,
madreperlas y nácares, ébanos y ámbares,
y voluptuosos perfumes de todas clases,
todos los voluptuosos perfumes que te puedas comprar.
Y vete a muchas ciudades de Egipto
y aprende, aprende de los sabios.

Mantén siempre a Itaca en tu mente.
LLegar allí es tu destino.
Pero no tengas la menor prisa en tu viaje.
Es mejor que dure muchos años
y que viejo al fin arribes a la isla,
rico por todas las ganancias de tu viaje,
sin esperar que Itaca te va a ofrecer riquezas.

Itaca te ha dado un viaje hermoso.
Sin ella no te habrías puesto en marcha.
Pero no tiene ya más que ofrecerte.
Aunque la encuentres pobre, Itaca de ti no se ha burlado.
Convertido en tan sabio, y con tanta experiencia,
ya habrás comprendido el significado de las Itacas" Constantin Kanvafis. Itaca



“Les hablaré de un hombre que conocí el pasado año. Se había dado en su vida una circunstancia muy extraña... A este hombre le condujeron una vez, junto con otros, al patibulo y le leyeron una sentencia de muerte; lo iban a fusilar por un delito político. Unos veinte minutos después le comunicaron que había sido indultado y se le había conmutado la pena por otra menor; sin embargo, durante el tiempo comprendido entre las dos sentencias tuvo la absoluta convicción de que iba a morir... Recordaba ese tiempo con absoluta claridad y decía que jamás olvidaría el menor detalle de aquellos minutos. A unos veinte pasos del patíbulo, cerca del cual se apiñaba la gente y se encontraban los soldados, se habían colocado tres postes, pues eran varios los condenados. Condujeron a los tres primeros, los ataron, sobre los ojos les pusieron unas capuchas blancas; luego, frente a cada poste colocaron a un piquete de soldados. Mi conocido era el octavo de la lista, de modo que le correspondía ir al poste en el tercer turno. Un sacerdote les iba presentando la cruz a todos. Le quedaban a mi conocido unos cinco minutos de vida. Decía él que aquellos cinco minutos le parecieron un tiempo infinito, una riqueza inmensa; tenía la impresión de que en aquellos cinco minutos iba a vivir tantas vidas que no necesitaba pensar aún en el último momento, y todavía se hizo varios planes: a despedirse de sus camaradas dedicaría unos dos minutos, luego destinaría otros dos minutos a pensar por última vez en sí mismo, y después miraría también por última vez a su alrededor. Recordaba muy bien que se había hecho estos propósitos y que había distribuido aquel tiempo precisamente de ese modo. Iba a morir a los veintisiete años, sano y fuerte; al despedirse de sus camaradas había hecho a uno de ellos una pregunta sin importancia, lo recordaba, y hasta había escuchado con mucho interés la respuesta.

Cuando se hubo despedido de sus camaradas, empezaron los dos minutos que había destinado a pensar en sí mismo ; sabía de antemano en que iba a pensar, quería imaginarse de la manera más rápida y nítida posible en qué consistia lo inminente; en aquel instante el era y vivía, pero tres minutos más tarde ya sería una cosa, alguien o algo. ¿Qué sería este alguien o este algo? ¿Y dónde? ¡Se proponía resolver todo eso en aquellos dos minutos! Cerca se alzaba una iglesia cuya dorada cúpula refulgía al brillante sol. Recordaba que había mirado con lúnatica persistencia aquella techumbre y los rayos que en ella se reflejaban; no podía apartar la vista de aquellos rayos; le parecía que los rayos aquellos constituían su nueva naturaleza y que a los tres minutos, de un modo u otro, se fundiría con ellos... La certidumbre y la repugnancia ante aquella nueva cosa que iba a presentarse al instante eran horribles; pero nada le resultaba entonces más doloroso que una idea constante:

“¡Ah, si no tuviera que morir! ¡Ah, si me devolvieran la vida, qué eternidad! ¡Sería toda mía! ¡Cada minuto lo convertiría yo en todo un siglo, no perdería nada, calcularía cada uno de los minutos, ni uno solo perdería en vano!”

Este pensamiento, decía él, llego a provocarle, al fin, una cólera tan profunda que sólo desaba que le fusilasen cuanto antes.

-... Permítame una pregunta: ¿qué hizo ese conocido suyo con la “vida eterna” que le regalaron? ¿Vivió luego de conmutada la pena “llevando la cuenta” de todos los minutos?

-¡Oh, no! El mismo me dijo (también yo le hice esa pregunta) que no habia vivido así ni muchísimo menos, y que había perdido muchos minutos, muchísimos” Fiodor Dostoievski. El idiota"

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